Mercados afectivos: contra la crítica
ortiba y el peligro del vicio en el juego
1- La crítica ortiba
Las
multitudes que juegan en Argentina se explican por mutaciones en las
posibilidades de ingresos de los últimos años: bolsillos suculentos bancan la
joda. Dinero líquido, porque a los bingos se va con efectivo; ahí no hay
tarjeta que valga. Hay miles de estrategias para capitalizarse, pero todas terminan
con el mismo final: papeles de colores en las manos.
Primera
mutación entonces: mayor flujo de guita. Pero hay otro cambio que hay que
atender: el derrumbe del ascetismo. No importa gastar plata para jugar. No hay
culpa. Apostar en las salas es la caída del último bastión de una cultura del
ahorro y canuta para los gastos. Porque se puede gastar en diferentes tipos de
consumo, pero jugar… es casi como tirar la plata. Más todavía si las salas están
diseminadas por todos los centros urbanos y ya no se limitan a enclaves
turísticos. Se potencia la frecuencia del juego; en Argentina son muchos los
que juegan, y varias veces (ver: http://www.losutil.blogspot.com.ar/2015/02/tranquilossolos-y-entretenidos-un.html)
Más
allá de estos cambios éticos que mencionamos, ante la mirada negativa que recae
sobre la timba generalmente, se entiende que muchos jugadores sientan algo de vergüenza.
Jugar todavía tiene algo de tabú. Vemos según los días y horarios –en la semana
por las mañanas y las tardes por ejemplo- a la gente entrar y salir rápido de
las salas, o cuando fuman en la calle se ponen de espaldas por si alguien que
pasa les ficha las caras. Un culto a la intimidad y lo clandestino.
El
rechazo al juego se dibuja en diferentes direcciones. Por un lado, una crítica
a la racionalidad y capacidad operativa de la gente en el manejo de sus
presupuestos: se malgastan los ingresos en vez de cubrir otras necesidades de
primer orden. Otro punto es la crítica a la desintegración social: la timba
empuja a las peleas familiares, desinterés por el trabajo, enfermedades
mentales. Por último, la critica moral: las recaudaciones de las apuestas en
las salas son parte de un financiamiento espurio de la política.
Discursos
que emanan de iglesias y doctrinas diversas, funcionarios y organizaciones
sociales, intelectuales ilustrados, y muchos laburantes también. Se busca un bloqueo del deseo por jugar. O al
menos una merma: muchos no reniegan de la timba binguera, pero sí de su
intensidad; disponible a todo momento y lugar, se convierte en una tentación
difícil de escapar.
2- El peligro del vicio
Ante
esta mirada bardera muchos jugadores nos explican que su gasto es igual que
cualquier otro: comprarse un pantalón o ir a comer afuera. No hay culpa. Pero sí
una responsabilidad estratégica: no gastar de más. Jugar es una pérdida de
dinero controlada en el marco de un presupuesto ya establecido como posibilidad
de entretenimiento.
Pero
cuando esta responsabilidad falla hay una culpa muy fuerte. No por gastar, sino
por no controlarse. Gastar de más es a lo sumo un problema de gestión, pero
gastar sin pensarlo es un drama que pone en jaque la estructura personal de
quien juega. Los jugadores –no los que van a jugar de vez en cuando, sino los
apasionados por la timba- reivindican ir a las salas pero siempre sobrevuela sobre
sus cabezas un miedo crónico, casi un terror: el vicio.
El
jugar moviliza pasiones intensas que se definen en diferentes umbrales. De un
jugar tranqui, se pasa a otro escalón de episodios momentáneos de un rapto voraz –fugar a la casa a buscar
más efectivo, mandarse a sacar guita de un cajero-. Pero llegado el caso se
ingresa a un remolino donde el deseo indómito se hace costumbre. De eso
hablamos: la costumbre de jugar que antes era un hábito más, ahora es la vida
misma. Se vive para jugar. Por eso es
una experiencia patológica: se pierde la capacidad de reconfigurar la propia
existencia viéndose arrasado por una intensidad que no se puede controlar y se
padece como negativa.
Hay
controles para ese secuestro anímico constante. El típico es el trípode que
ofrecen las propias casas de juego y el sistema médico oficial: medicación, y atención
sicológica individual y grupal. Al margen de que los jugadores acudan o no a
este tridente terapéutico, existe el mecanismo de la autoexclusión. El propio apostador
pide que no lo dejen ingresar a las salas. Entrega una serie de fotos
personales para que las cámaras del bingo en caso de que lo registren entrando,
lo echen. Pero muchos jugadores buscan evadir el sistema autoimpuesto: usan
pelucas, anteojos negros, o se tapan la cara con un diario. Somos testigos de la
lucha interna de querer algo que no se quiere querer, pero que sin embargo se
ama.
3- Ingresos y gastos no declarados.
¿Cómo
entender las derivas del deseo sin caer en el discurso ortiba ni tampoco ser
indiferentes al tema del vicio?
Hay
una dimensión que no se calcula cuando se concibe el acto timbero. Jugar no se
limita a gastar dinero con sus respectivas pérdidas y ganancias. Hablamos de gastos e ingresos
no declarados. Estos movimientos son los más importantes -y los menos
visibles-. ¿Qué queremos decir? Que nuestra existencia se explica por un intercambio
de experiencias con el mundo. Somos
el devenir de ese intercambio. En ese comercio a veces ganamos en capacidad de
acción, y otras perdemos. Las derivas de esa economía política y afectiva explican la otra, la de jugar. Las fuerzas que se despliegan y sus diversas dinámicas en
el mercado existencial que nos definen, son las que brindan valor estratégico a
la acción de apostar.
El
discurso ortiba es miope a estas experiencias. Por ejemplo: si una mujer sale
del laburo y no va para la casa sino para el bingo, además de las chirolas que
ponga en la sala, hay que ver como tensiona todo un abanico de expectativas
familiares que la agobian. Más allá que gane o pierda apostando, su gasto
permite un ingreso que abre su autonomía como persona y le genera una bocha de
ganancia en tanto fortalecimiento de sus estrategias vitales.
El
vicio tapa ese intercambio también. El vicio implica un gasto de billete
importante; mucho para el que tiene, mucho para el que no tiene. El gasto no es
apostar banda en poco tiempo, sino hay otras pérdidas a considerar: mutar en un
fantasma. El precio por jugar son los billetes que pone en la máquina, pero
también las personas que ya no le creen y le tienen bronca por haberles mentido
mil veces o robarles sus objetos y empeñarlos (ver
http://www.losutil.blogspot.com.ar/2015/09/juego-y-lenguaje-una-aproximacion-al.html).
Un paria sin dinero, propiedad, ni amistades. Incluso puede sufrir desde agresiones
en su cuerpo hasta el caso de perder la vida, sea por prestamistas calientes
por deudas impagas hasta suicidios producto de la desesperación de sentirse en
el abismo (garpando así un precio total, la pérdida radical de su propia
existencia y todas sus posibilidades de vida).
Al
mismo tiempo muchas pérdidas pueden tornarse en ganancias. Momentos jodidos para
el apostador devenido en vicioso donde su sensibilidad se endurece y forja un espíritu
aguerrido que se banca la intemperie. Un autogerenciamiento como fuerza y
capacidad de regeneración luego de quedar tirado que no despreciaría.
Despliegue de una terapéutica propia, la mayoría de las veces al margen de las
estrategias médicas oficiales.
No
olvidemos una pérdida fatal: hay casos donde si alguien se desplaza un margen
del vicio por doblegar sus pulsiones, se activa un efecto disciplinador muy
fuerte que genera una repulsión al deseo de jugar. Como en la “Naranja mecánica”
de Kubrik donde el protagonista luego de una serie de torturas al escuchar a
Beethoven ahora enloquece cuando antes lo fascinaba, ocurre igual con el
jugador: odia y siente culpa por aquello que más amaba.
En
este punto se encuentra la crítica al relato ortiba y al vicio: nadie niega la
explosión del deseo como estrategia que padece el jugador, pero jugar es una
pasión genuina que nadie puede moralizar. Es un problema el vicio para los
jugadores, es cierto; pero dejar de jugar también.
4- Mercado erótico y las series del deseo
Decíamos:
el deseo es estratégico. Para comprender esa estrategia hay que reconocer la economía
erótica de sus movimientos y los diferentes balances de ingresos y gastos que
se efectúan, nutriendo o dejando anémicas según el caso diferentes valoraciones
de la vida. Movimientos que se dan en diversas series: por un lado la propia
sala de juego; por otro los diferentes ámbitos de nuestra vida –laburo, pareja,
barrio-; y el funcionamiento de la sociedad en general. Series organizadas en
tendencias comunes, calcificadas en espacios y temporalidades precisas, formas
de estar con los demás y con uno mismo, por las cuales no deja de haber
transformaciones e impasses varios.
La
hibridez de estas series y su interconexión nos imponen ambivalencias como las
siguientes: un cuerpo fundido por el traqueteo diario, apuesta, pierde una
buena moneda, pero pierde existencialmente en tanto se somete a todo un sistema
de entretenimiento que opera como un pasaje más de su rutina sin problematizar
sus condiciones de vida. Pero también al jugar puede perder una buena moneda,
pero gana en una tanto absorber toda una energía indispensable para vivir, y
por qué no, un posible insumo para afrontar secuencias en su barrio, laburo, o
experiencias políticas vinculadas con la gestión estatal de la vida, e incluso
de antagonizar con la organización del bingo y las formas de apostar.
Mas
allá del escenario específico del juego y las salas, no tiene sentido bancar de
una el congelamiento de los pulsos deseantes de una vida ortiba, ni el agite
del derroche como vida boba. En el mapa que trazan los diferentes mercados eróticos
en todos sus recovecos y vasos comunicantes, debemos sondear para descubrir nuevas
valorizaciones de la vida, buscando apropiaciones copadas, mecanismos de
fortalecimiento de esos estados en situación más embrionaria, y no de
razonamientos formales como premisas desvitalizadas que intentan luego pasar a una
acción que se presume rebelde.
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