jueves, 25 de julio de 2013

Días felices

Algunas reflexiones sobre escolaridad, malestares sociales y suicidio, a partir de la película “Profesor Lazhar” (Dir. FalardeauProducción canadiense, 2011).














1- El suicidio como acontecimiento

La película arranca con una muerte: una docente se ahorcó en un aula. Estamos en Canadá, en una escuela pública supuestamente venida a menos, pero que no deja de expresar una realidad muy lejana a la nuestra.

Una docente que se llama Martine se suicida. Se quita la vida en la misma aula donde daba clases todos los días a unos chiquitos de 12 años. Dos alumnos –Simón y luego Alice- descubren el cuerpo colgando. La escuela conmocionada. Chicos que no pueden dormir. Padres exaltados. Una plana directiva que se presenta segura y decidida pero que en el fondo tiembla dubitativa.

Los días pasan. Se presenta un maestro para ocupar el cargo disponible tras el deceso de Martine. Se llama Bachir Lazhar. Es argelino y atraviesa un juicio que puede deportarlo (de todo esto en la escuela saben pero no dicen nada).

En el colegio se hace todo lo posible para que el acontecimiento no acontezca: las menciones al acto de Martine son relegadas de la rutina escolar: se desconoce cualquier referencia al mismo como a su vez los alumnos quedan en terapia con una sicóloga (terapia que la cámara nunca captura).


Con el correr de la película vamos escuchando diferentes diálogos entre los actores escolares e inferimos que Martine no soportó el desprecio de algunos chicos: no estamos frente a un caso de desapego docente con los pibes y de un sálvese quien pueda onda naufragio, tan común hoy día, sino que frente a una dificultad de enhebrar fibras sensibles con el otro-alumno, la docente se frustra y ese malestar tan profundo la condiciona a quitarse la vida (“ella intentó acercarse y se terminó quemando”, explica el profe de gimnasia).

El suicidio es una manifestación social. Un signo que merece su genealogía para desentramar los mecanismos que generan nuestra vida y el tiempo que vivimos. “El acercarse y quemarse con el otro” es efecto de una precariedad que constituye los vínculos contemporáneos: nuestra organización social implica un funcionamiento gelatinoso. Y una de las posibles maneras de comprender el suicidio a partir del caso de Martine, es que la dificultad de hacer pie provoca no solamente un desquicio de nuestros nervios (“me explota la cabeza”, enunciado corriente en los pasillos escolares) sino que a su vez provoca un escenario donde conviven tanto la indiferencia y anemia sensible por el otro, como una demanda de reconocimiento y atención de los otros casi infantil.

Vale decir que si tenemos que medir desde nuestros parámetros afectivos los niveles de precariedad de la escuela canadiense son bastante cortina: ante los diferentes cortocircuitos  –caritas de culo, soplidos, malas contestaciones, tirar papeles- los correctivos del docente funcionan. Situación distinta a la nuestra –más allá de la multiplicidad de realidades de aquello que denomino “la nuestra”- donde por un lado los correctivos poco funcionan, y a su vez, no es un rol que al menos en mi caso me agrade ocupar, sumando otra incomodidad a la primera (ver Esquizofrenia escolar: entre el quilombo que motiva y la paz que nos fastidia”).

A propósito de cortocircuitos escolares en nuestro país: a fines del año pasado bajo provincia de Buenos Aires una “Guía de Orientación para la Intervención en Situaciones Conflictivas en el Escenario Escolar”. Allí se instruye una serie de orientaciones para proceder ante toda una serie de conflictividades que eventualmente puedan protagonizar los alumnos: peleas, robos, violencia en sus casas, suicidios. No deja de sorprenderme que nunca se baraje el supuesto de un suicido, de un brote siquiátrico o algún tipo de arrebato violento por parte de un docente, como si se descontara que nuestro cuerpo estuviera blindado a cualquier tipo de malestar…


2- Duelo y economía sensible

Ya dije que pos suicidio en la escuela nombran a un profesor suplente para sustituir a Martine. Bachir como nuevo maestro cambia algunas disposiciones de cómo se venia laburando en el aula: modifica de lugar las mesas, no deja sacar fotos, hace dictado de textos aburridos, y hasta le dió un saque en la cabeza a un pibito por tirar papeles. Baschir es un profesor que se atiene estrictamente a los diseños curriculares y no deja que ningún aspecto vinculado con su vida se filtre en el aula –“¡Cuéntenos de Argelia!”, reclaman los chicos- , como a su vez ancla sus clases totalmente en la palabra, marginando la posibilidad de integrar tareas manuales y artísticas, a diferencia de sus colegas.

Toda sociedad, institución, cuenta con una economía sensible como reguladora de afectos. Ya dije que el plan de la escuela es excluir de lo cotidiano el drama que implica el suicidio de Martine y que sus efectos pasen rápidamente para que todo vuelva a ser como antes. Pero a lo largo de los días la presión de las emociones no procesadas de los chicos van fisurando los limites diseñados por la institución, arrastrando el recuerdo de la maestra al centro de la escena para ser encarado inmediatamente.

Hay tres momentos en los cales salta la ficha: un textito que escribe Alice donde manifiesta algo así como “Esta escuela es hermosa, pero es donde murió Martine”. Baschir le pide a la directora que ese texto sea distribuido en la escuela por que los chicos están expresando una necesidad de comunicarse, de hablar sobre lo que pasó. La respuesta que encuentra es que no haga nada, que no insista y que deje ocuparse de esos temas a la sicóloga.

Luego Simón -que anda mas agitado que de costumbre- lo encuentran con una foto de Martine caricaturizada como un ángel ahorcado, en un tono muy ambiguo. En una reunión de profesores la directora transmite que algunos padres pidieron sancionar a Simón por unos golpes dados a un compañero y por el episodio de la foto. Baschir manifiesta que lo que le pasa a Simón es sintomático de algo que le sucede a él y a sus compañeros desde la muerte de Martine. Pero esto no es comprendido y mientras algunos responden a Baschir con posturas estigmatizantes hacia los alumnos, otros directamente lo subestiman y ningunean la situación.

Por último y lo más importante: en una clase un alumno hace referencia al suicidio de su abuelo. El clima áulico se estremece una vez más. Baschir decide romper ese pasaje automático que fomentaba la escuela de pasar de largo esos baches anímicos, para en cambio inundarlo de palabras, gestos, y cualquier expresión que incluya lo acontecido con Martine.

  Y Baschir abre el juego para aquellos que tengan que hablar lo hagan: “Los adultos piensan que estamos todos traumatizados, pero son ellos quienes lo están” afirma una chiquita. Alice interpela a Simón para que hable: es una opinión mantenida por muchos chicos, pero nunca hecha explicita, de que Simón tiene la culpa del suicidio de Martine por un altercado en el cual el chico se quejó de que la maestra lo besó. El pibito no solo carga con la mirada de muchos de sus compañeros, sino que duda de si mismo: el día que Martine se colgó, lo hizo el jueves, momento en el cual ella sabía que él estaba encargado de ordenar unas leches. Simón reconoce haber mentido sobre el beso, que solo lo abrazaron; rechaza las acusaciones de sus compañeros, pero no deja de sospechar que Martine buscó dejarle un mensaje…

Baschir busca disolver la culpa encarnada en los chicos –en especial en Simón- argumentando que Martine no tenía por que haberse matado en el aula y que no tenía por que endilgarle a sus alumnos las causas de sus problemas. Aunque una crítica a esta narración de lo acontecido podría ser que Baschir busca trasferir la culpa de los chicos para transferirla a los adultos, en especial a Martine, pero no cuestiona el propio dispositivo de la culpa.

Pero lo cierto es que estas sucesivas secuencias de liberación de la palabra y de afectos para que los chicos procesen autónomamente su duelo por parte del profesor, provocan un revuelo en padres, autoridades educativas y la propia dirección de la escuela, que determinan su salida del colegio y la pérdida de su laburo. La causa de este escándalo, en palabras de la directora –a la que también le dan el raje- es muy clara: “haber dejado abierta la tumba de Martine”.  


3- La indiferencia como ignorancia sensible

Jornada festiva en la escuela. Bashir está en un aula. Llega una profesora y se ponen a charlar:

-  “No había estado aquí desde que murió Martine”, dice la profe.
- “Es difícil entender por que alguien decide suicidarse. Pero es más difícil el comprender por que lo hizo aquí…”.
-  “¡¿Vamos a la fiesta?!”

Este fue el tono general de la escuela. No solo de la directiva con los alumnos sino entre los mismos profesores. Para pensar esta situación hojeó las paginas de un libro que leí hace ya unos meses y encuentro lo siguiente: “Ignorancia es un no-saber fundamental, que ignora aquel sentimiento desde el cual todo saber verdadero se forma: el saber, vimos, del sufrimiento del otro como propio, la compasión, es decir el padecer y sentir al otro en nuestro propio cuerpo”.

Es evidente que cerrar de una vez por todas la tumba de Martine y no percibir como un síntoma social el suicidio de una persona afectada por el tránsito en un espacio como la escuela, es el mayor acto de ignorancia que podamos encontrar. Y no crean que esto que digo es un pedido humanitario ni mucho menos: es una visibilización de lo absurdo que significa la creencia que eliminando un cuerpo se destierran toda una serie de configuraciones sociales que afectan día a día. Un cuerpo que desitió de su existencia no es leído de esta manera como un componente de una trama que nos constituye a todos como personas, sino como una entidad independiente y acabada en si misma, que se agrega a las demás desde un afuera lejano.

Si en la indiferencia descansa nuestra comodidad pero también los fundamentos de nuestra esclavitud social, el suicida se quita su vida, si, pero la existencia que nosotros continuamos nos encuentra muertos en vida en tanto seamos indiferentes ante la servidumbre social que padecemos. En el activo trabajo de renegar lo acontecido –pintar las paredes de las aulas, proveer de terapia a los chicos, atender padres rompehuevo- descansa una negación sensible del otro que exaspera hasta el límite la ignorancia y la crisis de pensamiento acerca de lo educativo.

Y esa es la paradoja que representa Baschir: como docente la verdad que no conecta mucho con los chicos; el mismo se culpa por no darle “color” a sus clases. Pero sin embargo fue el único que entendió la necesidad de expresión de los pibitos e intentó ayudar con un duelo que incorpore lo sucedido con Martine en relación con la rutina escolar. Queda demostrado que el fundamento primordial de cualquier pedagogía no se ancla primariamente en construir conocimientos de tipo cognitivo o práctico, sino de aquellos que reconozcan que somos efecto de una continua e indestructible ligazón con los otros que constituye nuestra existencia. Siempre, dependemos de los otros. Quedará por tantear a cada momento si esa dependencia se activa como dominio o emancipación.

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