Días felices
Algunas reflexiones sobre escolaridad, malestares sociales y suicidio,
a partir de la película “Profesor Lazhar” (Dir. Falardeau, Producción canadiense, 2011).
La película
arranca con una muerte: una docente se ahorcó en un aula. Estamos en Canadá, en
una escuela pública supuestamente venida a menos, pero que no deja de expresar
una realidad muy lejana a la nuestra.
Una
docente que se llama Martine se suicida. Se quita la vida en la misma aula donde
daba clases todos los días a unos chiquitos de 12 años. Dos alumnos –Simón y
luego Alice- descubren el cuerpo colgando. La escuela conmocionada. Chicos que
no pueden dormir. Padres exaltados. Una plana directiva que se presenta segura
y decidida pero que en el fondo tiembla dubitativa.
Los
días pasan. Se presenta un maestro para ocupar el cargo disponible tras el
deceso de Martine. Se llama Bachir
Lazhar. Es argelino y atraviesa un juicio que puede deportarlo
(de todo esto en la escuela saben pero no dicen nada).
En el
colegio se hace todo lo posible para que el acontecimiento no acontezca: las
menciones al acto de Martine son relegadas de la rutina escolar: se desconoce
cualquier referencia al mismo como a su vez los alumnos quedan en terapia con
una sicóloga (terapia que la cámara nunca captura).
Con el
correr de la película vamos escuchando diferentes diálogos entre los actores
escolares e inferimos que Martine no soportó el desprecio de algunos chicos: no
estamos frente a un caso de desapego docente con los pibes y de un sálvese
quien pueda onda naufragio, tan común hoy día, sino que frente a una dificultad
de enhebrar fibras sensibles con el otro-alumno, la docente se frustra y ese
malestar tan profundo la condiciona a quitarse la vida (“ella intentó acercarse
y se terminó quemando”, explica el profe de gimnasia).
El
suicidio es una manifestación social. Un signo que merece su genealogía para
desentramar los mecanismos que generan nuestra vida y el tiempo que vivimos. “El
acercarse y quemarse con el otro” es efecto de una precariedad que constituye
los vínculos contemporáneos: nuestra organización social implica un
funcionamiento gelatinoso. Y una de las posibles maneras de comprender el
suicidio a partir del caso de Martine, es que la dificultad de hacer pie
provoca no solamente un desquicio de nuestros nervios (“me explota la cabeza”,
enunciado corriente en los pasillos escolares) sino que a su vez provoca un
escenario donde conviven tanto la indiferencia y anemia sensible por el otro,
como una demanda de reconocimiento y atención de los otros casi infantil.
Vale
decir que si tenemos que medir desde nuestros parámetros afectivos los niveles
de precariedad de la escuela canadiense son bastante cortina: ante los
diferentes cortocircuitos –caritas de
culo, soplidos, malas contestaciones, tirar papeles- los correctivos del docente
funcionan. Situación distinta a la nuestra –más allá de la multiplicidad de realidades
de aquello que denomino “la nuestra”- donde por un lado los correctivos poco
funcionan, y a su vez, no es un rol que al menos en mi caso me agrade ocupar,
sumando otra incomodidad a la primera (ver “Esquizofrenia escolar: entre el quilombo que motiva y la paz que nos fastidia”).
A propósito de cortocircuitos
escolares en nuestro país: a fines del año pasado bajo provincia de Buenos
Aires una “Guía
de Orientación para la Intervención en Situaciones Conflictivas en el Escenario
Escolar”. Allí se instruye una serie de orientaciones
para proceder ante toda una serie de conflictividades que eventualmente puedan protagonizar
los alumnos: peleas, robos, violencia en sus casas, suicidios. No deja de sorprenderme
que nunca se baraje el supuesto de un suicido, de un brote siquiátrico o algún
tipo de arrebato violento por parte de un docente, como si se descontara que
nuestro cuerpo estuviera blindado a cualquier tipo de malestar…
2- Duelo y economía sensible
Ya dije
que pos suicidio en la escuela nombran a un profesor suplente para sustituir a Martine. Bachir como nuevo
maestro cambia algunas disposiciones de cómo se venia laburando en el aula:
modifica de lugar las mesas, no deja sacar fotos, hace dictado de textos
aburridos, y hasta le dió un saque en la cabeza a un pibito por tirar papeles.
Baschir es un profesor que se atiene estrictamente a los diseños curriculares
y no deja que ningún aspecto vinculado con su vida se filtre en el aula –“¡Cuéntenos
de Argelia!”, reclaman los chicos- , como a su vez ancla sus clases totalmente en
la palabra, marginando la posibilidad de integrar tareas manuales y artísticas,
a diferencia de sus colegas.
Toda
sociedad, institución, cuenta con una economía sensible como reguladora de
afectos. Ya dije que el plan de la escuela es excluir de lo cotidiano el drama
que implica el suicidio de Martine y que sus efectos pasen rápidamente para que
todo vuelva a ser como antes. Pero a
lo largo de los días la presión de las emociones no procesadas de los chicos van
fisurando los limites diseñados por la institución, arrastrando el recuerdo de
la maestra al centro de la escena para ser encarado inmediatamente.
Hay
tres momentos en los cales salta la ficha: un textito que escribe Alice donde
manifiesta algo así como “Esta escuela es hermosa, pero es donde murió Martine”.
Baschir le pide a la directora que ese texto sea distribuido en la escuela por
que los chicos están expresando una necesidad de comunicarse, de hablar sobre
lo que pasó. La respuesta que encuentra es que no haga nada, que no insista y
que deje ocuparse de esos temas a la sicóloga.
Luego Simón
-que anda mas agitado que de costumbre- lo encuentran con una foto de Martine
caricaturizada como un ángel ahorcado, en un tono muy ambiguo. En una reunión
de profesores la directora transmite que algunos padres pidieron sancionar a
Simón por unos golpes dados a un compañero y por el episodio de la foto. Baschir
manifiesta que lo que le pasa a Simón es sintomático de algo que le sucede a él
y a sus compañeros desde la muerte de Martine. Pero esto no es comprendido y mientras
algunos responden a Baschir con posturas estigmatizantes hacia los alumnos,
otros directamente lo subestiman y ningunean la situación.
Por
último y lo más importante: en una clase un alumno hace referencia al suicidio
de su abuelo. El clima áulico se estremece una vez más. Baschir decide romper
ese pasaje automático que fomentaba la escuela de pasar de largo esos baches
anímicos, para en cambio inundarlo de palabras, gestos, y cualquier expresión que
incluya lo acontecido con Martine.
Y
Baschir abre el juego para aquellos que tengan que hablar lo hagan: “Los
adultos piensan que estamos todos traumatizados, pero son ellos quienes lo están”
afirma una chiquita. Alice interpela a Simón para que hable: es una opinión mantenida
por muchos chicos, pero nunca hecha explicita, de que Simón tiene la culpa del
suicidio de Martine por un altercado en el cual el chico se quejó de que la
maestra lo besó. El pibito no solo carga con la mirada de muchos de sus
compañeros, sino que duda de si mismo: el día que Martine se colgó, lo hizo el
jueves, momento en el cual ella sabía que él estaba encargado de ordenar unas
leches. Simón reconoce haber mentido sobre el beso, que solo lo abrazaron; rechaza
las acusaciones de sus compañeros, pero no deja de sospechar que Martine buscó
dejarle un mensaje…
Baschir
busca disolver la culpa encarnada en los chicos –en especial en Simón-
argumentando que Martine no tenía por que haberse matado en el aula y que no
tenía por que endilgarle a sus alumnos las causas de sus problemas. Aunque una
crítica a esta narración de lo acontecido podría ser que Baschir busca
trasferir la culpa de los chicos para transferirla a los adultos, en especial a
Martine, pero no cuestiona el propio dispositivo de la culpa.
Pero lo
cierto es que estas sucesivas secuencias de liberación de la palabra y de
afectos para que los chicos procesen autónomamente su duelo por parte del
profesor, provocan un revuelo en padres, autoridades educativas y la propia
dirección de la escuela, que determinan su salida del colegio y la pérdida de
su laburo. La causa de este escándalo, en palabras de la directora –a la que
también le dan el raje- es muy clara: “haber dejado abierta la tumba de
Martine”.
3- La indiferencia como ignorancia sensible
Jornada
festiva en la escuela. Bashir está en un aula. Llega una profesora y se ponen a
charlar:
- “No había estado aquí desde que murió Martine”, dice la
profe.
- “Es difícil entender por que alguien decide suicidarse.
Pero es más difícil el comprender por que lo hizo aquí…”.
- “¡¿Vamos a la fiesta?!”
Este
fue el tono general de la escuela. No solo de la directiva con los alumnos sino
entre los mismos profesores. Para pensar esta situación hojeó las paginas de un
libro que leí hace ya unos meses y encuentro lo siguiente: “Ignorancia es un no-saber fundamental, que ignora aquel sentimiento
desde el cual todo saber verdadero se forma: el saber, vimos, del sufrimiento
del otro como propio, la compasión, es decir el padecer y sentir al otro en
nuestro propio cuerpo”.
Es
evidente que cerrar de una vez por todas la tumba de Martine y no percibir como
un síntoma social el suicidio de una persona afectada por el tránsito en un espacio
como la escuela, es el mayor acto de ignorancia que podamos encontrar. Y no
crean que esto que digo es un pedido humanitario ni mucho menos: es una
visibilización de lo absurdo que significa la creencia que eliminando un cuerpo
se destierran toda una serie de configuraciones sociales que afectan día a día.
Un cuerpo que desitió de su existencia no es leído de esta manera como un
componente de una trama que nos constituye a todos como personas, sino como una
entidad independiente y acabada en si misma, que se agrega a las demás desde un
afuera lejano.
Si en
la indiferencia descansa nuestra comodidad pero también los fundamentos de nuestra
esclavitud social, el suicida se quita su vida, si, pero la existencia que
nosotros continuamos nos encuentra muertos en vida en tanto seamos indiferentes
ante la servidumbre social que padecemos. En el activo trabajo de renegar lo
acontecido –pintar las paredes de las aulas, proveer de terapia a los chicos,
atender padres rompehuevo- descansa una negación sensible del otro que exaspera
hasta el límite la ignorancia y la crisis de pensamiento acerca de lo
educativo.
Y esa
es la paradoja que representa Baschir: como docente la verdad que no conecta mucho
con los chicos; el mismo se culpa por no darle “color” a sus clases. Pero sin
embargo fue el único que entendió la necesidad de expresión de los pibitos e
intentó ayudar con un duelo que incorpore lo sucedido con Martine en relación
con la rutina escolar. Queda demostrado que el fundamento primordial de
cualquier pedagogía no se ancla primariamente en construir conocimientos de
tipo cognitivo o práctico, sino de aquellos que reconozcan que somos efecto de
una continua e indestructible ligazón con los otros que constituye nuestra
existencia. Siempre, dependemos de los otros. Quedará por tantear a cada
momento si esa dependencia se activa como dominio o emancipación.
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