sábado, 25 de mayo de 2013


Solo contra todos (segunda parte)

Algunas reflexiones rápidas sobre el film “La caza” (Dir. Vinterberg, Dinamarca, 2012).




1-  Precariedad, afectos y violencia

En la caza vemos como una comunidad que vive en paz se ve sacudida por un acontecimiento que despierta salvajemente su instinto de conservación. ¿De qué acontecimiento hablamos? Del supuesto abuso de una nenita de jardín. ¿Las evidencias? El ambiguo testimonio de una conciencia insipiente: la propia nena. El film se proyecta en el dilema de un sujeto acusado por todos pero que no transgredió ningún mandato de la comunidad, al mismo tiempo que recibe ferozmente toda la violencia de la misma, al margen –o hasta contradiciendo- aquello que dictamine la justicia estatal.

Decíamos: un testimonio ambiguo de una conciencia insipiente. En nuestras grandes ciudades todo es frágil: nuestras maneras de relacionarnos con los demás, nuestra conciencia en tanto comprensión de lo que sucede, como a su vez, las formas de intervenir en los diferentes episodios que laceran la sensibilidad social. Y la consecuencia más palpable, es la presencia de una aguda sensación de temor que inunda cada rincón de lo vivo.


A la par de este mareo subjetivo y la falta de orientación ante las siluetas borrosas de lo otro, se perfilan una batería de muros y defensas securitarias que no solo petrifican supuestos tales como quienes son los peligrosos y qué procedimientos reclamamos para protegernos de los mismos, sino que no intervienen en el pulso precario de nuestro tiempo para alterar su razón de ser.

La película tira una imagen importante: el tema  de los abusos. Si los abusos expresan uno de los mandatos intocables para la tolerancia emotiva de la comunidad, en nuestras ciudades son motivo también de un severo rechazo. La diferencia quizá es que ya no son hechos excepcionales, sino un cortocircuito no digo cotidiano, pero si frecuente. Según datos del Ministerio Público de la Provincia de Buenos Aires, con información aportada por los fueros Criminal y Correccional, y Juveniles, de los departamentos judiciales de toda la provincia de Buenos Aires, en el año 2012 se reportaron 9.386 Delitos Contra la Integridad Sexual (por "abuso sexual con acceso carnal" fueron 1.131, y "otros delitos sexuales" registró 7.431 expedientes abiertos), haciendo un promedio de 26 abusos por día.

Pero a los abusos en sus diversas modalidades hay que agregarle otros cortocircuitos urbanos donde entra en juego tanto lo sexual como las relaciones amorosas y familiares en general: vínculos posesivos, frustraciones por sentirse traicionado o abandonado, hasta diferencias en la valoración de lo que hace cada uno con su vida, propagan discusiones, peleas y hasta asesinatos.

El motivo es que nuestra época es un combo de autogestión de deseos individuales donde el otro se comprende como una parte de uno mismo; de una hambruna desesperada de afectos y reconocimiento amoroso de los otros; de la dilatación de las fronteras instituciones que respondían cabalmente a la pregunta de lo que es una pareja, una familia, generando diferentes criterios de cómo deben ser las relaciones, entre ellos, hay que decirlo, con una fuerte presencia de los tradicionales e históricos.

En esta compleja precariedad, que por un lado nos demanda una y otra vez reforzar el lazo que nos une con el mundo y nosotros mismos, y por otro, la abundancia de nuestros desfasajes con ese mundo y nosotros mismos, sea por el antagonismo de criterios para estructurar relaciones, como por la volatilidad de nuestros deseos que provocan un indómito movimiento entre cuerpos que atraviesan diferentes fases en sus composiciones provocando distintos malestares y alegrías. De esta manera se activa una atmósfera constitutivamente conflictiva, provocando chispazos que en algunos casos se traducen en reacciones explosivas. Apropiaciones unilaterales de los cuerpos, peleas zarpadas, hasta homicidios, son solo la zona más intensa de esta fricción estructural que es nuestro escenario de vida.

Urgente es politizar este tipo de conflictividad urbana, a priori, vinculada con la privacidad y hasta la intimidad del hogar. Violencia difícil de separar de otras -ilegalismos, por ejemplo- estando todas pegoteadas, unas con otras, provocando en algunos casos una serie de reacciones virulentas difíciles de contener. Conflictividad a problematizar tanto en la forma en que la comprendemos y como intervenimos en ella: sea afirmándonos en la positividad que consideramos que postula –negación de la necesariedad de viejos mandatos, la posibilidad de redefinir nuestras relaciones- pero al mismo tiempo en cuestionar su lado oscuro –la compresión punitiva, tal como acontece en “La caza”-.


2- Precariedad, ciudad y nuevas comunidades

“La caza” manifiesta la expiación que necesita una comunidad para cimentar sus principios fundantes ante una profanación a la ley. ¿Una lógica del pasado? Sin duda que no, por su presencia en infinidad de pueblos y hasta pequeñas ciudades. Sin embargo, nos preguntamos ¿existen nuevas formaciones urbanas que contemplen similitudes con este tipo de normativa soberana?

A propósito, traigo el film mexicano “La zona”. Un barrio privado que tras un incidente se ve amenazado en su constitución como tal. Unos ladrones en una noche de lluvia ingresaron al sitio y dos de ellos resultaron abatidos por un vecino. Fundado como un mundo al margen de la urbe, se le niega el uso de la fuerza a los miembros de la comunidad ante otras personas, de lo contrario, se vería cercenado el bario en su autonomía legal con respecto a la ciudad. Por eso no solo se niegan los vecinos a cooperar con la policía que investiga el caso, sino que también se ven obligados a capturar por si mismos a otro pibito que quedó boyando en el barrio desde aquella noche, para por lo cual se lanzan a una intensa búsqueda; digamos, otra caza.

Algunos de los argumentos para integrar la comunidad nacen de la necesidad de construir un lugar que viva en paz, lejos de los conflictos de las urbes peligrosas y de una justicia ineficiente y corrupta que no castiga. Para que esta justicia no arruine su paraíso artificial ante los hechos recientes, se toman todas las medidas de seguridad necesarias, en un creciente clima de desconfianza generalizada, modificando conductas rutinarias de muchos vecinos: ginecólogos, abogados, dejan sus maletines de profesionales para salir a patrullar en camionetas y armados, con la finalidad de garantizar el bienestar general.

Pero paradójicamente, con el correr de la historia, la comunidad entra en un acuerdo con los mandos de policía para que oficiales bajos no se entrometan más en  la situación. Las instituciones oficiales corren su interés del barrio dejando a merced de la comunidad al pibito que buscan; pibito que termina linchado furiosamente en pleno centro de la aldea-simulacro.

Mientras encontramos en “La caza” una comunidad que reacciona ante la anomalía que desacomoda lo atávico, en “La zona” se construye una comunidad a partir de las afecciones que provocan en las clases medias y altas la conflictividad urbana, con una gestión empresaria de la precariedad y la percepción de un pibito marginal como lo peligroso. La zona no es un orden que se debe resguardar, sino un ordenamiento determinado de la precariedad; de ahí que al ser una entidad frágil, más se necesita proteger y tanto exaspera el peligro de desorden.

No como moraleja, pero si como referencia política, sería importante no atribuir sentidos necesarios a las palabras: muchas veces se barniza de virtud la palabra comunidad, ante el hiper individualismo imperante. Tanto “La caza” como “La zona” exponen crudamente formaciones sociales de antaño y otras bien contemporáneas, donde lo colectivo se nos manifiesta como algo reactivo, ante la desorbitante presencia de una lógica policial.





                                                                                              Andrés

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