Solo contra todos (segunda parte)
Algunas reflexiones rápidas sobre el film “La caza”
(Dir. Vinterberg, Dinamarca, 2012).
1- Precariedad,
afectos y violencia
En la caza vemos como una comunidad que vive en paz
se ve sacudida por un acontecimiento que despierta salvajemente su instinto de
conservación. ¿De qué acontecimiento hablamos? Del supuesto abuso de una nenita
de jardín. ¿Las evidencias? El ambiguo testimonio de una conciencia insipiente:
la propia nena. El film se proyecta en el dilema de un sujeto acusado por todos
pero que no transgredió ningún mandato de la comunidad, al mismo tiempo que
recibe ferozmente toda la violencia de la misma, al margen –o hasta
contradiciendo- aquello que dictamine la justicia estatal.
Decíamos: un testimonio ambiguo de una conciencia
insipiente. En nuestras grandes ciudades todo es frágil: nuestras maneras de
relacionarnos con los demás, nuestra conciencia en tanto comprensión de lo que sucede,
como a su vez, las formas de intervenir en los diferentes episodios que laceran
la sensibilidad social. Y la consecuencia más palpable, es la presencia de una
aguda sensación de temor que inunda cada rincón de lo vivo.
A la par de este mareo subjetivo y la falta de
orientación ante las siluetas borrosas de lo otro, se perfilan una batería de
muros y defensas securitarias que no solo petrifican supuestos tales como quienes
son los peligrosos y qué procedimientos reclamamos para protegernos de los
mismos, sino que no intervienen en el pulso precario de nuestro tiempo para
alterar su razón de ser.
La película tira una imagen importante: el
tema de los abusos. Si los abusos expresan
uno de los mandatos intocables para la tolerancia emotiva de la comunidad, en
nuestras ciudades son motivo también de un severo rechazo. La diferencia quizá es
que ya no son hechos excepcionales, sino un cortocircuito no digo cotidiano,
pero si frecuente. Según datos del Ministerio Público
de la Provincia de Buenos Aires, con información aportada por los fueros
Criminal y Correccional, y Juveniles, de los departamentos judiciales de toda
la provincia de Buenos Aires, en el año 2012 se reportaron 9.386 Delitos Contra la Integridad
Sexual (por "abuso sexual con
acceso carnal" fueron 1.131, y "otros delitos sexuales" registró
7.431 expedientes abiertos), haciendo un promedio de 26 abusos por día.
Pero a los abusos en sus diversas modalidades hay
que agregarle otros cortocircuitos urbanos donde entra en juego tanto lo sexual
como las relaciones amorosas y familiares en general: vínculos posesivos, frustraciones
por sentirse traicionado o abandonado, hasta diferencias en la valoración de lo
que hace cada uno con su vida, propagan discusiones, peleas y hasta asesinatos.
El motivo es que nuestra época es un combo de autogestión
de deseos individuales donde el otro se comprende como una parte de uno mismo;
de una hambruna desesperada de afectos y reconocimiento amoroso de los otros; de
la dilatación de las fronteras instituciones que respondían cabalmente a la
pregunta de lo que es una pareja, una familia, generando diferentes criterios
de cómo deben ser las relaciones, entre ellos, hay que decirlo, con una fuerte
presencia de los tradicionales e históricos.
En esta compleja precariedad, que por un lado nos
demanda una y otra vez reforzar el lazo que nos une con el mundo y nosotros
mismos, y por otro, la abundancia de nuestros desfasajes con ese mundo y
nosotros mismos, sea por el antagonismo de criterios para estructurar
relaciones, como por la volatilidad de nuestros deseos que provocan un indómito
movimiento entre cuerpos que atraviesan diferentes fases en sus composiciones
provocando distintos malestares y alegrías. De esta manera se activa una atmósfera
constitutivamente conflictiva, provocando chispazos que en algunos casos se
traducen en reacciones explosivas. Apropiaciones unilaterales de los cuerpos, peleas
zarpadas, hasta homicidios, son solo la zona más intensa de esta fricción
estructural que es nuestro escenario de vida.
Urgente es politizar este tipo de conflictividad
urbana, a priori, vinculada con la privacidad y hasta la intimidad del hogar. Violencia
difícil de separar de otras -ilegalismos, por ejemplo- estando todas pegoteadas,
unas con otras, provocando en algunos casos una serie de reacciones virulentas
difíciles de contener. Conflictividad a problematizar tanto en la forma en que
la comprendemos y como intervenimos en ella: sea afirmándonos en la positividad
que consideramos que postula –negación de la necesariedad de viejos mandatos,
la posibilidad de redefinir nuestras relaciones- pero al mismo tiempo en
cuestionar su lado oscuro –la compresión punitiva, tal como acontece en “La
caza”-.
2- Precariedad, ciudad y nuevas
comunidades
“La caza” manifiesta la expiación que necesita una
comunidad para cimentar sus principios fundantes ante una profanación a la ley.
¿Una lógica del pasado? Sin duda que no, por su presencia en infinidad de pueblos
y hasta pequeñas ciudades. Sin embargo, nos preguntamos ¿existen nuevas
formaciones urbanas que contemplen similitudes con este tipo de normativa
soberana?
A propósito, traigo el film mexicano “La zona”. Un
barrio privado que tras un incidente se ve amenazado en su constitución como
tal. Unos ladrones en una noche de lluvia ingresaron al sitio y dos de ellos
resultaron abatidos por un vecino. Fundado como un mundo al margen de la urbe,
se le niega el uso de la fuerza a los miembros de la comunidad ante otras
personas, de lo contrario, se vería cercenado el bario en su autonomía legal
con respecto a la ciudad. Por eso no solo se niegan los vecinos a cooperar con
la policía que investiga el caso, sino que también se ven obligados a capturar
por si mismos a otro pibito que quedó boyando en el barrio desde aquella noche,
para por lo cual se lanzan a una intensa búsqueda; digamos, otra caza.
Algunos de los argumentos para integrar la comunidad
nacen de la necesidad de construir un lugar que viva en paz, lejos de los
conflictos de las urbes peligrosas y de una justicia ineficiente y corrupta que
no castiga. Para que esta justicia no arruine su paraíso artificial ante los
hechos recientes, se toman todas las medidas de seguridad necesarias, en un
creciente clima de desconfianza generalizada, modificando conductas rutinarias
de muchos vecinos: ginecólogos, abogados, dejan sus maletines de profesionales
para salir a patrullar en camionetas y armados, con la finalidad de garantizar
el bienestar general.
Pero paradójicamente, con el correr de la historia,
la comunidad entra en un acuerdo con los mandos de policía para que oficiales
bajos no se entrometan más en la situación.
Las instituciones oficiales corren su interés del barrio dejando a merced de la
comunidad al pibito que buscan; pibito que termina linchado furiosamente en
pleno centro de la aldea-simulacro.
Mientras encontramos en “La caza” una comunidad que
reacciona ante la anomalía que desacomoda lo atávico, en “La zona” se construye
una comunidad a partir de las afecciones que provocan en las clases medias y
altas la conflictividad urbana, con una gestión empresaria de la precariedad y
la percepción de un pibito marginal como lo peligroso. La zona no es un orden
que se debe resguardar, sino un ordenamiento determinado de la precariedad; de
ahí que al ser una entidad frágil, más se necesita proteger y tanto exaspera el
peligro de desorden.
No como moraleja, pero si como referencia política,
sería importante no atribuir sentidos necesarios a las palabras: muchas veces
se barniza de virtud la palabra comunidad, ante el hiper individualismo
imperante. Tanto “La caza” como “La zona” exponen crudamente formaciones
sociales de antaño y otras bien contemporáneas, donde lo colectivo se nos manifiesta
como algo reactivo, ante la desorbitante presencia de una lógica policial.
Andrés
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