sábado, 25 de mayo de 2013


Solo contra todos (primera parte)

Algunas reflexiones rápidas sobre el film “La caza” (Dir. Vinterberg, Dinamarca, 2012).



       Lucas disfruta de una doble estima en su pequeña comunidad. La de sus amigos, con quienes se lo ve celebrar la camaradería entre cervezas y cánticos (que parecen provenir de tiempos arcaicos) y la de los niños y niñas de la guardería en la que se desempeña como maestro. En algún momento, casi imperceptible, la apreciación y estima del grupo, da un vuelco radical y deviene en estigma y criminalización. Algo sucedió. Un susurro, un rumor que se viraliza en la comunidad, inoculando los lazos sociales de miedo y desconfianza. La imagen pública de Lucas se dinamita, junto con sus vínculos. No hay vuelta atrás. ¿Qué ha pasado? Lucas es acusado de abusar sexualmente de una niña en la guardería. Los efectos del rumor hacen cuerpo incluso en su pareja, Lucas queda solo (el único sostén es un amigo y su hijo, a quien no puede ver por prohibición de la madre).


A los fines del film, no importa tanto el estatuto de verdad de la acusación, sabemos que Lucas es inocente, eso se confirma en el transcurso de la película, pero la cámara de Vinterberg se detiene en la reacción violenta de la comunidad herida. La niña que acusa se contradice, duda, no está segura, no recuerda, pudo haberlo inventado todo, no imagina el peso de sus palabras inocentes. Pero si la niña fabula y se muestra dubitativa, no lo hace la comunidad. El presupuesto para la estigmatización y el castigo a Lucas es que los niños no mienten, los niños –como los locos- siempre dicen la verdad. En este caso, es la verdad incuestionable de la infancia y de la pequeña comunidad. Verdad arcaica que es certeza y seguridad Desde este fondo insondable de creencia comunitaria e identidad, se lo sanciona y se lo instiga a Lucas. Vox populi, vox dei.

Pero la pregunta queda pendiente en el film, en el pueblo, ¿todos le creen a la voz infantil o al rumor social?  

El miedo avanza tan veloz como el murmullo. Avanza paralizando cuerpos e interrumpiendo lazos afectivos perdurables. Lucas pregunta conmovido, ¿Por qué no me creen? No hay tiempo para dudar, hay que defenderse del peligroso. Son milésimas de segundos y los rostros cambian de la duda y la conmoción, a la necesidad de castigar y alejar al abusador.  

En el pueblo de Lucas, lo que dictamine la justicia (el Estado de derecho) es secundario. No hay ley ni control jurídico o policial que valga. Su culpabilidad será indefinida, o mejor, será asunto de la comunidad pronunciarse sobre ella. La sentencia es del pueblo, no de las instituciones. La sospecha sobre Lucas, habilita la excepción. Y lo obliga a moverse en otro terreno; el de un estado de linchamiento permanente.

         La utilización de la cámara en mano, la contraposición entre agobiantes espacios cerrados y escenarios de luz natural y aire libre, la ausencia de música y de decoración artificial, contribuyen a la crudeza del relato. Vinterberg muestra el dolor y el sufrimiento en los rostros, en los cuerpos, es un cineasta de lo físico, te hace sentir en carne propia las derivas y los impactos que sufren sus personajes, registra las marcas de la violencia, los choques de los cuerpos con las dinámicas sociales. En La caza, la impugnación de la comunidad lastima, un tabique ensangrentado, un cuerpo que cae y rueda pesado por el pavimento cuando es expulsado del mercado por ser persona no grata. La violencia que recibe Lucas es difusa, anónima; una piedra en la ventana de la casa, el asesinato de su perro, un disparo que roza su cabeza en el bosque…Es la violencia de la comunidad, no de un individuo particular…

En La caza existen guiños a La celebración, el clásico dogma de Thomas Vinterberg. En ambas, la figura de pequeña comunidad asfixia (los canticos borrachos de amigos en La caza, los cánticos borrachos y racistas de la familia en La celebración). Si en La celebración había una verdad que no quería ser oída –la de la víctima del abuso sexual paterno-, porque en ese silencio y en esa forclusión se fundaba la existencia de la familia, en La caza, es la verdad del acusado-inocente la que es silenciada por la comunidad.

El film llega a su fin. Lucas parece haber recibido la amnistía de la comunidad, se lo ve con su mujer, recibiendo el afecto de sus amigos, asistiendo a la ceremonia que actualiza el rito de pasaje a la adultez para los habitantes del pueblo; su hijo recibe en herencia el rifle de caza. Todo parece haber vuelto a la normalidad. En la escena final Lucas está cazando ciervos en el bosque, de repente un disparo le roza la cabeza y da en un árbol, gira y ve una sombra, el cazador anónimo se acomoda para rematarlo, pero da media vuelta y huye. No hay sentencia final, el castigo comunitario no se consuma con el asesinato. El disparo es una advertencia (anónima, difusa, como las otras). No hay cierre ni reparación. El estado de culpabilidad indefinida no cesa.

Esta es otra de las marcas del cine de Vinterberg; hay cosas que no tienen vuelta atrás, no siempre las consecuencias de las acciones son reparables. Si en La celebración el secreto familiar retorna violento (por la puerta principal, por las ventanas del apacible hogar burgués),  si en Submarino el protagonista paga sus errores con la amputación de un brazo, en La caza, Lucas no escapará a los efectos del rotulo de abusador; una marca indeleble que lo acompañara permanentemente. Aun demostrada la falsedad de la acusación, no podrá huir de la reacción comunitaria.






              Leandro

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