¿Cómo nos va en estos días?
(Pequeño pogo desatado por Leandro
Barttolotta, Ignacio Gago, Gonzalo Sarrais Alier, Andrés Fuentes, Analía Conca,
Ezequiel Castro).
Volver de las grandes ranchadas es
siempre insoportable. Y lo es porque el cuerpo de la resaca no se reconoce del
todo –no puede hacerse cargo– de su versión desbordada y colectiva. En la
vuelta convive el recuerdo de las intensidades desatadas con el impacto por el
retorno a la sociabilidad cotidiana y la nostalgia por un mundo que ya empieza
a ser pasado (aunque su sombra siga haciéndonos bailar).
Luego de cada recital del Indio –una
saga que acompañó las mutaciones sensibles y económicas de la lejana década
ganada– nos preguntamos cómo hacer para derramar esas intensidades en nuestra
vida cotidiana, cómo –y si es posible– traducir lo que pasa ahí, ahí donde nos
asaltan las inquietudes sobre la potencia de nuestros cuerpos cuando están
juntos, donde nos contamos una historia común que ya es memoria y legado. Años
de educación sensible roquera sobre nuestros cuerpos muestran que movidas como
estas son nuestras fugas, pero también momentos de intensidad, momentos y
lugares donde “somos más nosotros que nunca”.
Pero esta vez la nausea se envenenó y
jugó en el terreno de las pasiones tristes; se conectó con lo peor de Nosotros
mismos mostrando que somos portadores de fuerzas sociales reactivas que
creíamos lejanas y externas. La nausea envenenada mostró una compulsiva
apelación al securitismo (“Estoy bien. Estoy vivo”… sí, por la
circulación de la sangre y la respiración podemos aseverar que vivís, ¿pero
estar vivo no es otra cosa?, al menos eso nos enseñó Patricio Rey) y a la mala
conciencia: inmediatamente luego de las noticias de las muertes se
escucharon en muchos amigos y amigas críticas a “la organización” del recital,
impugnación de la fiesta desmesurada que hace horas habíamos protagonizado,
culpa por habernos ido al carajo y por no poder soportar esas intensidades
conquistadas –o rapiñadas– cuando toca regresar a casa. La fiesta que creamos
entre todos los que venimos participando de las misas –y quienes arrancaron por
primera vez– para perdernos en otra temporalidad, donde aparecen otros modo de
estar juntos y donde se habilitaba otro modo de experimentar una precariedad
que siempre tenemos de suelo… dejó paso a un sabor agrio, se tiñó de
infantilización mercantil –de pedidos de efectividad empresarial o de demandas
al estado–… No, amigos, estos son nuestros espacios; los pocos modos de habitar
la ciudad donde se habilitan cuidados entre nosotros no los podemos envenenar
con falsas imágenes securitistas. ¿Por qué ese cuidado no se pide en los
laburos, en nuestros viajes, para adentro de nuestras casas?
Leer Olavarria desde el plano de la
seguridad es tener muy adentro la derechización vital –ese recoveco donde anida
el macrismo–; es bajar la puerta a las pocas experiencias donde el riesgo de
vivir en precariedad puede no ser pasado por el eje control-cuidado-engorrarse,
sino por la posibilidad de desatar nuestras creaciones generacionales. Si allá
–como en cada viaje y en cada fiesta– fuimos nuestra mejor versión, acá y desde
una posición fija arrugamos. Las mismas intensidades con las que nos armamos
una vida se impugnan ante cualquier amague de peligro para esa misma Vida. Una
gran parte de ese Nosotros mostró que las preguntas que salieron al aire en
cada uno de los acontecimientos pasados no se soportan cuando regresamos
solitos a la cotidianidad. Y ese desfasaje se envidenció en el contraste entre
lo que vivimos y no supimos defender y las miradas que llegaban de “afuera”
interpelándonos como si volviésemos de un campo de batalla.
El peligro es justamente quedar detenido
en la elaboración de lo que pasó en Olavarría hecha por las fuerzas externas
a la movida (las “mediáticas” pero también las que portamos dentro de Nosotros
mismos, por esos hábitos y afectos tristes... fuerzas “externas” a nuestra
sensibilidad más potente pero que nos toman). No pudimos gritar colectivamente
lo único que había que decir: las alegrías más intensas fueron siempre para
Nosotros huesos tironeados a la muerte y a los peligros, eso enseña la
precariedad. Si hubiesemos podido colgar y bancar este enunciado podríamos
pensar lo necesario: la tradición de muertes silenciadas en nuestro rock, la
brutal indiferencia de nuestros pares, las secuencias feas que se vivieron en
el microricoterismo.
Escenas de microricoterismo indiferente
o dócil se vieron varias en Olavarría (micros y combis que dejaron tirados a
pibes y pibas a la vuelta del recital: derrota de los que coordinaban los
transportes y se cagaron en los pasajeros, pero más aún de la mayoría de pibes
y pibas que vieron asientos vacíos a su alrededor y en su desesperación por volver
–ay! más ganas de volver que de seguir rajando– o por profunda docilidad y
temor, no saltaron para esperar a los cumpas... Indiferencia de los que no
levantaban ni cuidaban al que se caía en el pogo, o los que puteaban al Indio
pidiendo que el recital siga a pesar de los caídos...).
Pero la peor derrota –y traición al
Nosotros– fue lorearla. Hablar y mostrar. Exponernos. En los trabajos,
con las familias, en las redes sociales. Mostrar la gran fiesta clandestina y
“explicarla”. ¿Qué le importa a tu vecina o a tu jefe un recital del Indio?
¿Porque traicionamos la omertá roquera? Esta vez no fueron solo las
pantallas; fuimos Nosotros que hablamos de más. Las operaciones y lo mediático pasan
si hay una sensibilidad que las acepta y no las rechaza profundamente. Nos
sometieron a una gran prueba de reflejos y salimos jodidos. No nos merecemos
los milagros que no podemos bancar.
Sean bienvenidos todos
Nuestras fiestas (los Redondos, el
Indio, los “viejos” congresos de esquina del rock barrial) fueron siempre un
dispositivo de hospedaje para los heridos y los damnificados. Nunca se le negó
un pequeño afecto de reconocimiento –un escabio o una puteada, nunca nada desde
la piedad– a los cachivaches de todo tipo, a los socialmente indeseables,
a nadie… En Olavarría –como en cada fiesta– algo se habilitó, las fuerzas
rapaces del Nosotros parecieron abrir las puertas de todas las cárceles y
psiquiátricos (como si la multitud festiva permitiera ocultar y perderse en
ella a todos los cuerpos “escondidos” en los márgenes de la sociedad),
desfilaban todos los sonados cantando juntos, los locos y desamparados, los
peligrosos y perseguidos por los vecinos y la policía, los rechazados por sus
familias, los que sufren discapacidades físicas, los cuerpos y rostros deformes
cantando y emborrachándose. Todos moviéndose sin que ninguna mirada los
criminalice y los juzgue. Como dijimos en alguna vieja crónica, “acá hay
hospitalidad espontánea para la marginalidad: económica, de modos de vida,
‘biológica’. Acá estamos todos. Régimen abierto: siempre pernoctó el que
quiso”.
Pero el sean bienvenidos todos sin un
Nosotros robusto se vuelve un peligro. Si por un lado permite armar un mundo,
una experiencia colectiva que funciona de modo concreto (armando lazos,
“comunidad”, logística, organizando el viaje, bancando la movida…) en su
ambigüedad permite que ingresen también los que invitados desinteresadamente –y
sin pagar peaje– terminan arruinando la fiesta, atentando contra su núcleo
sensible. En el “entran todos” entraron también las fuerzas sociales que
hirieron de muerte a ese dispositivo hospitalario (inexistente en cualquier
movimiento social o político; ninguna sensibilidad pudo soportar las fuerzas
de la multitud ricotera).
Entró el extractivismo (los
caza-intesidades, que les cabe la previa, sacarse un par de selfis para decorar
su plataforma virtual, pero que después te dejan tirado cuando pinta el
peligro), y entraron los turistas ricoteros. Un entrar entonces que ya no es
conquista: y lo que no cuesta no se defiende, ahora todos los recién
llegados –o los veteranos recién agilados– se sienten descuidados y
desorganizados. Y nada de lo que pasó en Olavarria es secundario de cara a la
disputa política con el “macrismo”. Un testeo sensible de varios días evidenció
cómo nos va por estos días. Y quedamos mal parados. Pero lejos de pensar de
forma pesimista, lo que pasó tiene que servirnos para hacer un sinceramiento y
saber realmente con qué cuerpos, sensibilidades y alianzas contamos (es
muy gratuito boquear “Macri gato” y hablar de tomar la calle, del agite
político o lo que sea…).
Prudente con los gatos
En Olavarría hubo infiltrados,
pero también en los recitales anteriores. Los infiltrados son los turistas
ricoteros. Un turista –a diferencia de un patético viajante– no puede hacerse
cargo de sus propias condiciones en el viaje y en la fiesta. El turista va a
consumir una experiencia y a que nada salga mal –el mal viaje se banca
solo, el mal tour indigna y reclama un 0800–. Pero los infiltrados no
son solo sujetos; son fuerzas sociales que se colaron en Nosotros.
Entonces necesitamos que nos organicen la fiesta y nos garanticen seguridad.
Las fuerzas que se infiltran son
hipócritas: quieren el exceso festivo (van a buscarlo, quieren registrarlo,
quieren “vivirlo”, buscan adrenalina y anécdota para la próxima reunión con
amigos, posteos para encarar la semana laboral y recordar las mini-vacaciones
del fin de semana ricotero sumergidos en la vida mula), pero después no se la
bancan. Porque en el fondo fueron movidos por alegrías tristes, quedando
regalados para la operación mediática posterior. Las fuerzas infiltradas son
difíciles de detectar: las portan clones de Nosotros mismos, son casi iguales,
pero... Pero cuando se pudre salen corriendo.
Si esas fuerzas nos infiltran y nos
operan desde “adentro” (lo de Olavarría tuvo mucho de auto-sabotaje), es porque
una mayoría del Nosotros condensa en los recitales la gran intensidad del año
–o de cada dos años– y antes o después vive la serie incuestionable del
trabajo, el parejismo, la familia y los hijos, el auto en cuotas o los
ladrillos para la habitación del fondo, y los quilombos cotidianos y la
amargura por la vida que se queda en el molde. Se condensa todo en el recital y
después queda la anécdota eterna en el asado o las selfies o la repetición
infinita del videito mal grabado y colgado en youtube. Ir a ver al Indio no es,
en ese continuum, curtir un modo de vida disidente y marginal. Las formas de
vida se prueban y sostienen en la materialidad de todos los días (cómo te ganas
el billete y dónde lo pones, a qué te endeudas, qué haces de tu tiempo, cómo
son tus días y tus noches, en dónde invertís tus riesgos y tus seguridades, qué
cosas no tolera tu sensibilidad, qué hacés con tus derrotas y con tus alegrías,
cuándo rajás y de qué te cagás…).
Pero sí es cierto que estas fiestas son
–¿eran?– una muestra a gran escala de la mejor versión de Nosotros mismos y un
tesoro sensible siempre listo si en algún momento queremos desaconstumbrarnos
de la tristeza que nos rodea. Nuestras fiestas también como plenarios íntimos
para plantearnos las preguntas olvidadas y silenciadas por la sociedad,
aquellas que tocan las fibras sensibles, aquellas que se elaboran al calor de
los agites más recordados (donde la soledad y las derrotas se vuelven agitables
y politizables). Y esta intervención como continuación de esos plenarios,
invitación para continuar esas preguntas en momentos en donde la fiesta
ricotera parece terminarse y las preguntas se vuelven más difíciles de
pronunciar.
Nos quieren muertos
Luego de las conmovedoras palabras del
Indio en el recital de Tandil empezamos a velar nuestras fiestas. Aún en medio
del desborde alegre del viaje y la previa, era imposible olvidarse de la
enfermedad del viejo. Pero ese final cercano parece haberse acelerado y de la
peor manera. A lo largo de todos estos años fue común ver las réplicas de los
recitales en la pantalla (678 musicalizado, duro de domar, programas de
TN) pero si en esos casos se trataba de captura Política o de mera
estetización, esta vez el manoseo en la pantalla vino desde peores lugares.
Pero una vez más, más acá de la
criminalización mediática y la movilización total de odio sobre nuestros
cuerpos, estuvo nuestro autoboicot. Un sabotaje no planificado contra Nosotros
mismos, sumado a la indiferencia frente a lo que pasó (lo que también
constituye un modo reactivo de habitarlo) y la impotencia de los miles de
Nosotros que quisieron o quieren expresar otra perspectiva (pero cuyas voces no
se oyeron en el atolladero de palabras y textos y testimonios de los días
posteriores al recital).
Si en algo se asemejan Olavarría y
Cromañon es en los odios posteriores que desataron. Nos quieren ver muertos.
Quieren que nos salga muy caro haber rajado lejos de acá. Las fuerzas anti-todo
hicieron máquina con nustro lado oscuro (aquel que se arrepiente en la vuelta,
aquél que pide seguridad y se muestra disponible para ser “operado”). Una
alianza negra entra esas fuerzas sociales que rechazan la fiesta (las mismas
que en gran medida colocaron al Gato blanco en el palacio) y lo que somos
cuando recuperamos la forma humana y no bancamos los recuerdos del agite.
Ahí nos cogío la normalidad y el
securitismo y el juicio de la mala conciencia (“pero no andaban los celulares
eh”, se queja el mismo que conquistó esa inmensa y necesaria desconexión...). Y
ahí le hicimos el juego a la derecha afectiva y libidinal, nos mostramos
también enfriados. Nos autosancionamos y no nos bancamos lo que teníamos que
afirmar. En esta sensibilidad surfearon los que siempre nos van a esperar
muertos. Los que experimentan el goce y el morbo cuando nos pueden buscar en
una lista de hospital.
Porque no se bancan lo que agitamos y sólo nos pueden
alojar quietos. Una sensibilidad colectiva que hace años se viene moldeando,
donde la muerte o el control son los modos de enfriamiento de cualquier imágen
de intensidad que la puede poner en duda y desbaratar sus pequeños mundos. Y
muchos de los que expresaron públicamente sus odios son los que se dicen de
“izquierda” o “progres” o “militantes”, no nos olvidemos de los que nos odian,
por favor (ahí está el que pone una foto de Spinetta con un cartel de apoyo a
los docentes en la época de la carpa blanca y olvida que es el mismo que dijo
que Cromañon es producto de “cerebros infraalimentados” y ahora repite la farsa
y habla de “mala organización” y de la imprudencia de los que van a los
recitales cuando se dice militante y no puede organizar y controlar un barrio,
un aula o un espacio de trabajo o, peor, cuando habla de militancia juvenil…
Son los mismos que permanentemente administran cuáles son las muertes políticas
y cuáles no, si murió de sobredosis no garpa como muerto querido...).
Pocos parecen dispuestos a bancarse esas
intensidades y agites, pocos parecen querer moverse para aliarse con fuerzas
rapaces y marginales. Por eso nos quieren ver muertos. Es la única manera de
alojarnos: como víctimas (porque esas mismas vidas en vida importan una
mierda).
Olavarria dejo un registro de las
sensibilidades y fuerzas con las que contamos. La derechización vital
esparciéndose y haciendo combustión por toda la ciudad, como necesidad de
congelar la fiesta y las fuerzas que pueden desbaratar los equilibrios diarios.
Nadie dudaba de lo que dijeron los medios: porque lo mediático no es pescado
podrido de un par de empresas, son las fuerzas que necesitan fijar las
intensidades que nos recorren y leerlas bien lejanas a nuestra vida. Los medios
surfean esas pasiones tristes, no las construye… sino a todos los cuerpos de
roqueros o ex-roqueros no les hubiesen entrado tan ingenuamente las noticias.
Me acordaré toda la vida de vos
En la histórica conferencia de prensa
del año 97´ el Indio saltó por Nosotros. Gafas negras, cigarrillo en mano,
rodeado de la banda apunta al sótano oscuro de la sociedad y dispara. Ahora,
veinte años después, nos toca a Nosotros salir a defenderlo. Dejarlo sólo sería
traicionarnos de la peor manera. Lo dicho, “Indio fue el médium
privilegiado de Patricio Rey; y gracias a ese encarnizamiento en el pelado
tuvimos años de excusas de masas, años en donde la mejor versión de nosotros
mismos se pudo mirar a la cara, años de más para pensarnos embriagados en
acontecimientos multitudinarios. Esta fiesta, esta magnitud a escala no
humana –hipódromos, autódromos– fue nuestra por invocación pero tuya,
querido Indio, por ganas vitales de querer ‘todavía’ mover el culito arriba del
escenario”.
“Axioma trascendente II: Se sumerge a
un redondito en agua; si el redondito no es brujo, se ahoga. Si no se ahoga
queda probado que es brujo y es condenado a la hoguera y a renacer de las
cenizas...”, disparaba Patricio Rey allá por 1986. Y algo de eso sigue
insistiendo. Siempre hay alianzas posibles para inyectar de vitalidad el
Nosotros y hacerlo perdurar en el tiempo, o hacerlo renacer. También llevamos
las marcas de esos segundos nacimientos, la historia de las complicidades que
dan aire y amplían el margen.
El ricoterismo –que son los redondos
pero también las giras del Indio, que se llenaron de pibes que nunca habían
visto a los redondos– específicamente sabe de complicidades y encuentros capaces
de neutralizar la alianza oscura de las mayorías antifiesta y también, como se
dijo, la alianza sutil entre esas fuerzas y partes de nosotros mismos. Sabe
porque ese ricoterismo lleva tatuada –mal que les pese a muchos– la memoria
sensible del aguante que supimos parir en los momentos más oscuros de nuestra
generación.
Aguante que siempre fue para Nosotros
invención en la precariedad –y allí el rock fue la gran alianza– y no solo
testimonio de agites pasados o entradas de viejos recitales enmarcadas en el
living adulto. Aguante nunca fue el nombre del saber de ex combatientes, sino
la destreza –y todo el tesoro– de una generación condenada –y habilitada– para
moverse en la precariedad.
Tesoro que se invoca en la complicidad
entre los viejos cuerpos roqueros, los que se la siguen aguantando -los
que seguimos afirmando nuestros berretines- y los hermanos menores, los pibitos
y pibitas que se suman a la movida desde sus pliegues más intensos, aplicando
mística y también autoorganización.
Desde este escenario actual, vuelve de
aquella conferencia de Olavarria del 97 una reflexión del indio donde pedía que
era hora de “recuperar el ánimo y reencontrarse con los afectos más íntimos”.
Ese también puede ser el llamado de hoy: el reencuentro con los afectos alegres,
con la vitalidad y el agite que siempre está a mano y al mismo tiempo siempre
por inventarse, esta vez con coordenadas más cifradas, con nuevas
clandestinidades por conquistar, y nuevos misterios, apostando siempre por el cuerpo
a cuerpo y por esos pogos masivos que aún restan por bailar.